CULTURA






LOS SIETE PECADOS
A mi corta edad no me di cuenta de dónde venía ni cuando se esfumaba. Era un negro alto y descalzo, vestía de manera harapienta tan sucia como él,  no había diferencia entre su piel y la ropa. Lo vi dos veces en la misma esquina de la calle Carabobo de Maturín, muy cerca de una fila de casitas de mala muerte, que los habitantes del sector calificaban de los siete pecados, porque eran siete y  todas ocupadas por prostitutas de la zona. Se me parecía un profeta, hablaba sin parar, vociferaba una serie de palabras no muy coherentes, mientras sus ojos enrojecían como si una rabia interna tratara de salir mezclada con la saliva de su boca balbuciente. Los demás lo veían desde cierta distancia y le arrimaban panes, vasos con agua y hasta un plato con sopa que él ni siquiera miraba, mientras seguía llamando al arrepentimiento y a la expiación de los pecados. Recuerdo muy bien que en la séptima casita vivía una mujer que todos conocían por el apodo de la Pelua, muy peligrosa ya que siempre andaba como custodiada por un chulo con cara de mapa por la cantidad de cicatrices en su cara, según los testimonios callejeros ella llevaba una hojilla debajo de la lengua por si acaso alguno de sus clientes se atrevía irse sin pagar sus oficios. En cierto momento, cuando el sol estaba más ardiente,  viendo que no comía nada, empezaron a lanzarle unas lochas de color amarillo, por cada moneda que le entregaban él alzaba su mirada de fuego, lanzaba una admonición, contaba una de las casitas y después hacía un breve silencio casi de complacencia. Me pareció que sabía establecer una relación entre las monedas y los siete pecados. Así lo continuó haciendo bajo el sol inclemente en medio de la calle polvorienta. No supe cuando el cansancio me venció, al día siguiente me levanté temprano y me acerqué con curiosidad al sitio donde el negro había profetizado. Encontré seis monedas (lochas) que ahora eran negras. Nadie se atrevía a recogerlas, excepto ella, La Pelua quien se agachó de manera ceremoniosa y al tiempo que las contaba notó que sólo faltaba una para completar las siete y dijo en voz baja: La próxima vez que ese negro aparezca, tendré que irme con él, porque la que falta soy yo. Días después supimos que las otras seis casuchas ya estaban vacías.































Entre los sietes cristales mágicos, vi los azabaches de sus ojos



RESIDENCIA AVENIDA 3


Las paredes de las casas eran bajas y amuralladas. Aquella tarde, de un dia cualquiera, como a las 4 pm, después de un dia agotador de estudio no sentía ningunas ganas de subir al comedor universitario de los Chorros de Milla. Ahi se formaban unas colas interminables. Entre ceja y ceja se me ocurrió la mala idea de cazar y luego comerme asada una paloma de esas que la señorita Camucha - una solterona que era la dueña de la residencia - criaba en el patio. Como pude hice una lanzadera y me senté pacientemente en el patio... Paloma que llegaba al nido le apuntaba una pedrada, sin ningún resultado en los primeros intentos. La niebla comenzaba a bajar llenándolo todo con su espesura. En una de esas logré atinar una presa, pero el tiro no fue certero y la paloma, más muerta que viva, logró volar y cayó en el patio de la casa del lado que servía como depósito de víveres, cuyo dueño tenía cara de perro y sólo sabía contar pacas de harina y sacos de azúcar. Actividad que le reportaba buenos resultados monetarios, al menos por la vida que llevaba. En los tres años que viví en la residencia, nunca dijo los buenos días y cuando se le veía la cara daba miedo, tenía los ojos saltones como un ex director del pedagógico de Maturín, parecía más bien atragantado por la mascada de chimó que siempre llevaba en la jeta. La niebla seguía bajando y la paloma trataba de recuperarse echada sobre uno de los sacos de harina. Aparentemente no había nadie y estuve tentado más de una vez a brincar el paredón, agarrar la moribunda ave y regresar a la residencia y ponerla asar a fuego lento. Creo que fue el hambre que me hizo sentir más frio del que traía la neblina. Ya tenía un pie puesto en el zócalo del paredón, pero la paloma volvió a volar y se posó en un saco más adentro del depósito. En ese momento me di cuenta que botaba sangre y comenzó a manchar unos sacos de harina. La neblina se hizo más densa y un escalofrio recorrió mi espalda. Vi todo diferente, el hambre se me quitó de golpe, las palomas salieron como locas volando azarosamente de sus nidos, los pichones que no podían volar cayeron al suelo y hasta los huevos que se estaban gestando comenzaron a reventarse y las claras se derramaban por las gruesas paredes. Los gatos del viejo Elías - un mantenido de la señorita Camucha - se dieron la gran vida comiendo pichones frescos y los condenados se relamían sus bigotes como burlándose de mi. Me dio una especie de asco y quise vomitar, subí corriendo a mi cuarto y me acosté boca arriba, todo quedó en calma como antes. Oyendo los maullidos de los gatos, llegó la noche y me quedé dormido. Sería cerca de la una de la madrugada cuando se oyó un plomazo, de seguida un grito y algo pesado que caía en el patio del vecino "cara e´perro" y luego otra vez ese silencio de complicidades que era roto de vez en vez por los maullidos de los gatos o de alguien reteniendo un dolor, al fin eran iguales. Al día siguiente, por la mañana, me vestí para ir a la facultad de economía y en la planta baja me encontré con la señorita, sirviendo una bandeja con café y unos pancitos. Hice el intento de comerme al menos un pan, pero no pude. En ese justo momento ella me preguntó: <<¿Bachiller, usted no observó nada raro anoche?>> Por supuesto, le dije que no, de una manera visiblemente nerviosa, temiendo que se hubiese percatado que sus preciadas palomas habían desaparecido y los pichones reposaban en las aprovechadas panzas de los gatos del viejo Elías. Luego, casi en secreto, me lo conto todo. El vecino, a quien apodaba "cara e´perro" le había pegado un certero tiro en la cabeza a uno de sus hijos. El muchacho había dejado las llaves de su casa y decidió brincar el amurallado paredón para entrar a su vivienda por la parte trasera, justamente por el depósito de víveres. Cayó muerto al instante sobre el saco de harina que ya la paloma, la tarde anterior, había teñido de rojo. Durante todo el día no regresé a la residencia, hice la cola en el comedor estudiantil que me pareció más larga que nunca, pero logré comer algo. Regresé en la tarde a la residencia, quedaba pasitos abajo de la plaza Milla. Todo estaba como siempre en calma, como si nada hubiese pasado. Subí rapidamente la empinada escalera que conducía a mi cuarto y cual sería mi sorpresa, me encontré uno de los gatos del viejo Elías, tenía tambien los ojos saltones y estabá tranquilamente echado en la puerta de mi habitación. Del miedo o de la rabia le di una sola patada para que se fuera maullar a otra parte.